Hay otro

Por Susana Salas y Jorge Conalbi

Alta Gracia; 16 de abril de 2005
La imposición del nombre “Hermanos D´Ambra” a la calle en la que crecieron los dos únicos detenidos desaparecidos de Alta Gracia, convocó a dirigentes provinciales de los organismos defensores de los derechos humanos. Fue el Viceintendente Hugo Pesci el encargado de hablar en nombre del Estado Municipal, en lo que significaba el primer acto institucional
específicamente dedicado a víctimas de la Dictadura del ´76: “De nada valen los homenajes si nos alejamos de las utopías por las que ellos lucharon. Por eso, no venimos a recordarlos sino a reforzar su presencia”, dijo ante el casi centenar y medio de personas.
El sol de otoño entibiaba un mediodía radiante, pero la temperatura alcanzaba picos extremos en cada abrazo, la humedad se espesaba en lágrimas que araban mejillas cincuentonas en una ceremonia donde la emoción era la invitada de honor. “Emi” y “Charo”, militantes de la organización Familiares, y padres de Carlos Alberto y Alicia Raquel D´Ambra, se convirtieron en el epicentro del que brotaba un generalizado sentimiento de justicia. “¡Al fin!”, se repetían unos a otros en cada saludo, en cada apretón de manos. No era para menos, el matrimonio D´Ambra empezaba a dejar atrás los dolorosos años en que sus vecinos se cruzaban de vereda para no saludarlos, y la ciudad que vio crecer a sus hijos ingresaba al reducidísimo grupo que imponía nombres de desaparecidos a alguna de sus arterias.
Para el movimiento de Derechos Humanos no sólo se trataba de un acto justiciero. También era otra pequeña victoria.
Cuando las distancias entre unos y otros se agrandaron, una persona se acercó al periodista, miró hacia ambos lados y se decidió a susurrarle al oído:
- Hay otro desaparecido en Alta Gracia.
- ¿Cómo? - preguntó el hombre de prensa sorprendido por la revelación.
- Lo que pasa es que la madre quedó en medio de una depresión terrible, estaba destruida, no tuvo fuerzas, no se acercó a los organismos.
- ¿Y como se llamaba?
- Pavón… Se llamaba Hugo Pavón.

29 años antes
El 30 de abril de 1976, de Oeste a Este y de Este a Oeste, la Avenida del Libertador era una larga ceremonia gris. Una larga y anchísima ceremonia de asfalto. Las vecinas de una y otra mano se saludaban mientras barrían sus veredas. Desde cada ventana se veía nítidamente el estampado de la cortina de la ventana del frente. Desde cada tapia las otras tapias. Desde cada jardín las macetas del otro. Las risas de los chicos cruzaban la avenida. Los murmullos la cruzaban. Los perfumes.
Era 30 de abril. Un viernes por la tarde. Otoño. Uno de esos otoños pueblerinos que invitaban a comerse una mandarina bajo los últimos rayos del sol. No había mucho tránsito. El feriado del 1º de mayo ya se olía en el aire. Pero el aire azul se espesó de pronto. La sombra oscura de un presagio sobrevoló la cuadra. Calculó el blanco desde los cuatro puntos cardinales. Se preparó. Tomó envión. Y se lanzó con precisión milimétrica sobre el caserío.
Tardaron casi lo que un trueno en recorrer una tormenta. Eran treinta o cuarenta. Se descolgaron de los camiones. Gritaron. Se treparon a los tejados y a las azoteas. Gritaron. Saltaron por los muros. Corrieron. Apuntaron. Cercaron la casa, los baldíos y las súplicas. Gritaron. Y entraron al 1769 de la Avenida del Libertador:
“¡Hijo de puta!”, vociferaron. Y lo sacaron a los empujones. Lo lanzaron contra una de las paredes laterales, muy cerca de la salida. El rostro aplastado contra los ladrillos. El terror serpenteándole en la sangre. “¡Se llevan a mi hijo, se llevan a mi hijo!”
…Hasta los murmullos cruzaban la avenida en esa época.
Uno lo sujetaba por las piernas.
Otro por los brazos.
Otro por el pelo.
Todos, por el alma.
Era flaquito, tenía el pelo largo, una mirada soñadora, varias esperanzas en la agenda, y cortos 20 años.
Lo sorprendieron armando unas artesanías en un departamentito que la familia tenía en el fondo de la vivienda. Estaba con una pareja de brasileños, artesanos también.
Entraron. Revolvieron todo. Revisaron todo. Desparramaron trapos, insultos y papeles. Descerrajaron su furia bestial contra los armarios, los cajones y las preguntas de la madre. Se robaron lo que pudieron. Dicen que hasta una batería nueva de cocina se llevaron.
“¡Se lo quieren llevar al Huguito, se quieren llevar a mi hijo!” clamó la mujer corriendo hacia la casa de una vecina.
El eco se encargaría de hacer lo suyo con el llanto desesperado de una madre.
Algunos vecinos se asomaron para ver aquello que callarían por más de tres décadas.
Algunos miraron por entre las cortinas.
Otros cerraron sus puertas.
Otros sus ventanas.
Otros sus ojos.
Todos, sus bocas.
Esa tarde fueron muchos los que vieron y callaron.
Los que vieron y olvidaron.
La dictadura lo arrancó de los abrazos.
El silencio lo exilió de todas las esquinas.

Hacer aparecer al desaparecido
El dato saltó desde el acto de imposición de nombre a la calle hasta la redacción del diario del pueblo. Tanto Carlos como Alicia D´Ambra habían sido capturados fuera de la ciudad en la que habían vivido. Pero sus nombres retumbaron en el reclamo.
Sobre el único secuestrado de su propio domicilio en Alta Gracia, no había nada.
Al principio parecía imposible dar con mínimos datos sobre el desaparecido olvidado.
Los primeros meses de búsqueda resultaron en vano. Quizá porque se apeló a quienes podían haber militado en alguna de las organizaciones revolucionarias de los años ´70. Dadas las características organizativas de esas formaciones, un nombre no decía mucho.
Preguntas sin respuestas.
Preguntas.
No había nada detrás de ese nombre de dieciséis letras. Era pronunciarlo y escuchar luego el sonido del silencio.
Hasta que en Julio de 2007 alguien se atrevió a hablar. Y apareció la punta del ovillo. Un testimonio indirecto, plagado de imprecisiones. Pero un comienzo. Suficiente para empezar a transformar el rumor en historia, la negación en reivindicación.
Todavía el nombre de Hugo Pavón se susurra, no se dice, no se grita.
La punta del ovillo y siete testimonios sirvieron para ir tejiendo la trama de la historia: un joven había sido secuestrado de su casa a plena luz del día en un operativo indisimulado, signado por la espectacularidad. De las fuentes directas, cuatro pidieron reserva de su identidad, era la condición para brindar datos. Una de ellas, adujo ocupar actualmente un cargo en el gobierno de la Provincia de Córdoba. Los recuerdos de Carlos Pfister ayudaron para conocer la personalidad de un muchacho que “era como un Che chiquito, siempre criticando todo”. Los hermanos Vicente y Raúl Cerezo, testigos de la detención, aportaron lo que ocurría el último día en que vieron al “ese chico medio hippie, con quien charlábamos por las tardes en la vereda”
Hugo Alberto Pavón y fragmentos de su historia comenzaron a reaparecer.
Había vivido los primeros años de su infancia en Buenos Aires. Allí hizo la primaria hasta que la familia regresó a las sierras cordobesas. Un adolescente con padres grandes. Sin hermanos, y muy pocos parientes. Una novia en otro punto cardinal. Los relatos coinciden al bosquejar a ese chico que vendía artesanías en la calle, usaba anteojitos “a lo John Lennon”, “le gustaba dibujar” y “escuchaba música progresiva”. Su presunta militancia aún está en el terreno de los interrogantes pendientes. El muchacho tenía un sistema de relaciones en el lugar en que vivía.
¿Cómo fueron posibles 31 años de silencio?

Buscar consuelo
En 1956 Marengo Anolino Pavón y Amelia Viviana Quiroga tenían 45 y 43 años. Acababan de perder a su primogénito, quien -antes de morir víctima de una enfermedad degenerativa- les sugirió que no se quedaran solos, que adoptaran otro niño. Inscribieron como propio a un bebé de tres meses al que llamaron Hugo Alberto.
Cuando, dos décadas después, el Ejército pateó las puertas de su casa, Doña Amelia llevaba un año de viuda. En vano trató de evitar, como pudo, que le arrebataran el único amor que le quedaba.
Hugo se transformó en su tercera pérdida.
“Está en la D2, vaya a buscarlo ahí”, le dijeron. Y la misma noche del secuestro, la mujer fue por su hijo hasta el siniestro lugar. No lo vio, pero repitió el viaje al otro día, y al otro y al otro. “Dice que le traiga pañuelos y comida”, le decían los guardias. Y ella regresaba con una bolsita pequeña y una ilusión inconmensurable.
Al quinto le dijeron que ya no volviera.
Ese mismo año les escribió a Luciano Benjamín Menéndez y a Jorge Rafael Videla. Una vecina la acompañó hasta el Arzobispado. Quería hablar con Raúl Francisco Primatesta o entregarle una carta.
Recién muchos años después llenó una ficha de denuncia de la organización Familiares de Detenidos Desaparecidos por Razones Políticas.
Casi sola en el mundo, Doña Amelia resistió el asedio de algunos familiares que la impulsaban a iniciar los trámites para cobrar la indemnización por la desaparición de su hijo. Finalmente cedió a ese reclamo. La decisión equivalía a dar por muerto al hijo que seguía esperando. Tenía más de 90 años.
Murió poco tiempo después.
Una familia conservadora en una sociedad ultra conservadora y una mujer perseguida por las desgracias, fueron el cemento, la piedra y la arena que –casi como una condición necesaria- sirvieron para edificar un muro de silencio. Muy cerca, otra familia logró transformar el desgarro en bandera y la lucha incansable en motor de vida.
“Nosotros siempre dijimos que nuestros hijos eran los únicos desaparecidos de Alta Gracia, porque realmente nunca supimos de otros casos”, relató Emi D´Ambra. La dirigente de Derechos Humanos reconoció haber escuchado el rumor sobre el secuestro de Hugo Pavón, “y hasta una vez fuimos con Charo a la dirección que nos dijeron, nos presentamos y dijimos que teníamos entendido que en esa familia había un desaparecido, pero la persona que nos atendió nos dijo que no era así, que estábamos equivocados, que la gente hablaba por hablar”.
Ambas madres buscaron a su modo a sus hijos desaparecidos.
A una no le alcanzó para reivindicarlo.

Quedan silencios por romper. Piezas que no encuentran su compañera.
Fue hace 32 años y a la vista de todo el mundo. De un zarpazo, la dictadura arrastró a Hugo Pavón y lo borró del barrio y de la ciudad donde había vivido.
Durante más de tres décadas, la misma ciudad dobló su nombre en dos, en cuatro, en ocho... y lo arrojó bien al fondo del baúl de la desmemoria.
Donde no hiciera ningún ruido.
Un 10 de diciembre de 1990, en el Día de los Derechos Humanos, cuando en Argentina ya habían pasado siete años y un presidente desde la recuperación de la institucionalidad, la “Mesa de Juventudes Políticas”, colocó en el Monumento a la Libertad los nombres de Carlos y Alicia D´Ambra. Era el primer homenaje a los desaparecidos de Alta Gracia. No hubo nadie que reclamara un lugarcito para Pavón.
En julio de 2007, un informe periodístico intentó poner blanco sobre negro y le gritó a toda la población que había otro desaparecido. “Es éste” parecía exclamar la foto de la portada.
En marzo de 2008, un grupo de jóvenes recogió el guante y presentó al Concejo Deliberante de la ciudad del nomeacuerdo, un proyecto para la creación de un Anfiteatro de la Memoria. Pidieron también que una de las gradas llevara el nombre y el apellido del “olvidado”.
Que sí. Que no. Algunos vecinos se quejaron. Los concejales discutieron. Se miraron. Evaluaron. Patearon el tema para más adelante.
Y no se dijo más nada.
Tampoco nadie les volvió a preguntar nada.
Aún amordazado. Cercado. Sepultado. Desaparecido una, dos y tres veces, el nombre de Hugo Alberto Pavón hoy, es apenas un inquilino de dieciséis letras en el listado más oprobioso y desgarrador de la historia de los argentinos.

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